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Hoy hay muchas personas en el mundo que estamos de celebración. Celebramos un día lleno de esperanza: el día internacional de la educación medioambiental. Una fecha en la que recordamos la necesidad de incluir la concienciación ambiental en la educación.
Nuestra sociedad lleva ya varias décadas luchando por la defensa del planeta y los compromisos en las distintas esferas política, económica y social siguen creciendo. Son muchos los ejemplos que ilustran esta afirmación: La apuesta de las empresas por reducir las emisiones a través de la innovación es evidente. Cada vez son más los emprendedores sociales que se aventuran a poner en marcha negocios que, al tiempo que buscan ser rentables, generan un importante impacto positivo en el medioambiente. La economía circular atrae a más capital destinado a I+D, que aspira a descubrir fórmulas de producción y consumo menos dañinas con el entorno. Los acuerdos multilaterales entre representantes al más alto nivel político y económico se multiplican. La normativa medioambiental nos obliga a ser más cuidadosos en la cantidad de energía o combustible que consumimos, a prestar más atención a los residuos que generamos o a replantearnos el modo en que nos desplazamos y viajamos…
Podríamos seguir poniendo ejemplos de buenas prácticas: reciclamos más que nunca; tenemos una mayor y más accesible oferta a productos ecológicos; la inversión con criterios que tienen en cuenta el impacto medioambiental se encuentra en máximos históricos… Es muy inspirador ver esta corriente positiva y contagiosa, muestra de una mayor conciencia medioambiental.
Y, sin embargo, seguimos lejos de los objetivos que nos planteamos allá por el siglo pasado, en Kyoto, y más recientemente renovamos en Paris, para frenar el calentamiento global. Llegar a ser neutros en emisiones parece haberse tornado un serio objetivo para todos, pero no conseguimos acortar distancias. Nuestra huella ecológica sigue creciendo cada año (esa que mide cuántos planetas serían necesarios para saciar nuestro estilo de vida). La presencia de plásticos en el mar amenaza seriamente la vida en los ecosistemas marinos, y en los terrestres no parecen tener mejor calidad. ¿Cómo es posible que se estén produciendo estas dos corrientes al tiempo? ¿Qué más tiene que cambiar para que todas las buenas prácticas sean más notorias y prevalezcan sobre las más destructivas?
Pues parece que, aun reconociendo los pasos que se van tomando en la dirección adecuada, necesitamos todavía más fuerza para provocar un cambio de tendencia. Es cierto que es muy potente la propia inercia en la que estamos inmersos, con modelos de producción y consumo que no siempre asumieron su responsabilidad en el agotamiento y maltrato de recursos naturales; que cambiar el modo en que vivimos no es algo que se pueda hacer de la noche a la mañana. Pero hay que seguir creyendo que esa metamorfosis es posible. Es una deuda que tenemos pendiente con la humanidad; la de hoy, y la de mañana.
La Navidad pasada me regalaron un libro que hablaba de que los cambios más importantes que adoptamos en nuestra vida no se producen de manera absolutamente disruptiva, sino que resultan de la acumulación de pequeñas acciones que, poco a poco, suman. En el proceso, con frecuencia, nos desesperamos porque llevamos mucho esfuerzo echado a la espalda y no vemos la luz; hasta que un día, una pequeña gota culmina el cambio.
Necesitamos muchas pequeñas acciones; gestos cotidianos que debemos interiorizar hasta que los realicemos sin esfuerzo, de manera natural. Cuanto antes comencemos este hábito en nuestras vidas, menos nos costará asimilar el cuidado de la naturaleza como algo esencial.
La educación ambiental se convierte, por tanto, en palanca necesaria para transmitir conocimientos que nos lleven a entender la complejidad de la relación de la persona con su entorno; pero también valores que nos lleven a tomar partido, a adoptar una actitud crítica ante la interactuación que mantenemos con la naturaleza, a implicarnos.
Nuestro sistema educativo ya está involucrado en este propósito, en todas las etapas. Existen alianzas de colegios que están trabajando en red para formar en temas ambientales dentro y fuera de las aulas. Algunas de ellas están recogidas en un registro oficial bajo el nombre “redes escolares para la Sostenibilidad”. También desde la Fundación Ashoka está activa la red de “escuelas Changemaker”. A nivel local, se están expandiendo proyectos que promueven una movilidad más sostenible en los centros educativos, o la creación de huertos urbanos en sus instalaciones.
Visto así, pudiera parecer que la educación medioambiental está dirigida a niños y jóvenes. Sin duda, su impacto puede resultar más eficiente en edades más tempranas, pues permea con mayor facilidad, ajena a barreras y resistencias al cambio. Pero cuando lo que se persigue es modificar toda una cultura, no cabe duda de que esta educación debe llegar a todas las personas, también a profesionales y ciudadanos, como parte de ese lifelong-learning tan necesario para construir una sociedad capaz de vivir en mayor armonía con el entorno que la rodea. Por eso también es importante que, en la formación a adultos, desde la universidad y más allá, se incorporen competencias vinculadas al medioambiente en los planes y programas, de manera formal e informal.
¿Dejaremos algún día de celebrar el día mundial de la educación medioambiental? Lo dudo. Otra cosa es que lo que entonces celebremos es cómo gracias a la educación medioambiental, hayamos podido alcanzar un equilibrio armónico y respetuoso con la naturaleza. Y estamos en la senda correcta para conseguirlo.
Anna Bajo es Directora de sostenibilidad, profesora e Investigadora en ESIC y socia WAS
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